domingo, 25 de diciembre de 2016

Acta Concurso Literario Nacional Nº 20 Año 2016


rario Nº. 20 del año 2016

lunes, 27 de julio de 2015

BASES 2015

Concurso Literario Nacional “Serafín J. García”
Decimonovena Edición
  
Concurso de Cuentos y Poesías “Serafín J. García” organizado por la  Biblioteca Municipal Serafín J. García con el apoyo de la Dirección de Cultura del Municipio y auspiciado por Instituto Asistencial Colectivo y Municipio de Vergara. En su Decimonovena  Edición, Concurso Nacional, declarado de Interés Cultural por el Ministerio de Educación y Cultura según Resolución del 9 de mayo de 2006.
BASES 2015
1.        Podrán participar los ciudadanos uruguayos, mayores de 15 años. Las obras deben ser inéditas.
2.        Para participar en la categoría CUENTOS se deberán enviar un mínimo de dos (2) paginas y un máximo de siete (7), deben presentarse mecanografiadas, o impresos por computadora en hojas tipo carta,  de un solo lado, a doble espacio en letra Times New Roman Nº12  y en cuadriplicado (4 copias), una copia en CD, firmado con  seudónimo.

3.        Para la categoría POESIAS;  no podrán exceder las poesías de un máximo de 25 versos cada una, las mismas pueden presentarse  mecanografiados, o impresos por computadora en hojas tipo carta,  de un solo lado, a doble espacio en letra Times New Roman Nº12, en cuadriplicado (4 copias), una copia en CD y firmado con seudónimo.
4.        Podrán participar en la categoría cuentos con un máximo dos (2) cuentos y/o en la categoría poesías, con un máximo de tres (3) poesías y enviar los trabajos en sobres separados pero con el   mismo seudónimo.
5.        El seudónimo no podrá ser el mismo con el que se presentó en años anteriores.
6.        En caso de que las obras no estén identificadas con el seudónimo, serán consideradas fuera de concurso.
7.        En el interior de un sobre pequeño deben enviarse los datos de identificación del  autor, nombre, apellido, domicilio,  número de teléfono. y fotocopia de cédula. En el exterior del sobre debe decir el seudónimo, título de obras que presenta y categoría en la que concursa.
8.        En un sobre de tamaño mayor deberán incluirse: 1) la obra . 2) el sobre pequeño conteniendo los datos de identificación. Dicho sobre deberá enviarse a la siguiente dirección:
BIBLIOTECA SERAFÍN J. GARCIA Jacinto Ruiz 1827 Vergara, Dpto de Treinta y Tres C.P. 33.002,
9.        El plazo vence el 10 de octubre de 2015, para lo que se tendrá en cuenta la fecha  del matasellos, en caso de envío por Correo.
10.     El jurado estará integrado por Profesora Alicia Cardozo,  Maestro Antonio Rodríguez Correa y Profesor Ricardo Lampes
11.     El fallo del jurado será dado el 15 de diciembre de 2015, este se comunicara por nota a los interesados.
12.     Se establece para la categoría POESIAS un Primer Premio de INSTITUTO ASISTENCIAL COLECTIVO. de pesos uruguayos Cinco mil $ 5.000.
13.     Para la categoría CUENTOS un Primer Premio MUNICIPIO DE VERGARA de pesos uruguayos  cinco  $ 5.000.
14.     Se entregan diplomas al primero y menciones especiales, según puntaje de cada categoría.
15.     El ganador en cada categoría deberá estar presente en el acto de entrega para retirar el premio, o delegar a un representante debidamente autorizado mediante escribano público.
16.     Los trabajos premiados serán publicados en la  web de la Biblioteca.
17.     El fallo del jurado será inapelable.
18.     La participación en el citado concurso implica la aceptación de las bases.
19.     Los premios serán entregados en acto público en  Vergara el  23 de diciembre de 2015.
20.     Los trabajos presentados quedaran en poder de la Biblioteca.



VERGARA   - TREINTA Y TRES –  20 de julio de 2015

[Escudo Departamental de Treinta y Tres]

jueves, 27 de marzo de 2014

POESÍA - 2013

Categoría Poesía - 1er. Premio
Título:    "La sentí llegar"
Autora:  Teresa Lía Díaz Sánchez - San Carlos

La sentí llegar desde lejos / en el frío de los huesos
por la somnolencia gris del domingo / con esa crueldad tan suya   
Entró sin golpear / inoportuna
sin tener la delicadeza de anunciarse 
llevándose todo por delante
Se sentó en la sala con prepotente vitalidad
aguó la mirada de las fotografías
desafinó la música / marchitó los floreros
Acampó en el dormitorio 
con la complicidad de los insomnios
en besos desabridos / en sábanas frías
La escuché dando vueltas por el patio
acobardó los perros / pisoteó el jardín / sofocó el aire
En la cocina despedazó el hambre
desparramó la leche / agrió vinos / amargó frutas
Hizo estragos en la economía doméstica
aumentó los impuestos / la cuenta de la luz
Me miró a los ojos sin piedad
acentuó canas y arrugas / sumó kilos / encogió la ropa
La sentí llegar desde lejos / con esa crueldad tan suya
la conocí enseguida / es una pena vieja
volvió igual que siempre /con nuevos argumentos
como siempre la recuerdo / como recién nacida

esta vez con pesado equipaje / como para quedarse…

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Categoría Poesía - Mención
Título:    "Muerte anónima"
Autora:  Dante Edgardo Carlini - San José de Mayo

Ha muerto un hombre en el pueblo, su cuerpo estaba tieso y rígido,
su otra parte se había ido por un sendero de luciérnagas oscuras,
se durmió en su lápida moneda fría suicida en el riel abandonado de los trenes.

Ha muerto han dicho, alguien fue a escuchar si repiraba en el fondo del rio,
lodo empantanado, branquias turbias borrascosas de uvas exprimidas.

Ha muerto sin nombre,
ya no respiraba un hombre que los ojos por los ojos le quitaron.

Me preguntaron quien había muerto.
Quién murió había preguntado.
Miré el cielo, sol, arboles, calles, gentes…
Los vecinos: Buenos días! Buenos días! (Les decía)

Había amanecido dos veces y tres veces había anochecido.
Quedó su nombre en un cuaderno,
en un expediente, en algún archivo,
en el título propietario,
en las necrológicas ilógicas de un diario.
En el nombre de otra sangre su nombre.

Lloraron cinco perros, se lamentó un borracho.
Se lo llevaron, sin velorio lo enterraron.

Desapareció su sombra, su voz ya no amanece en la ventana.

NARRATIVA - 2013

Categoría cuentos - 1er. PREMIO
Título:     "El duque Vicente"
Autor:   Miguel Ángel Longo - Piriápolis
Una muerte en una pelea tiene siempre, o casi siempre, una asociación muy fuerte con lo trágico. Pero ese vínculo parece debilitarse y hasta codearse con el no ser, si el escenario es el bar de un prostíbulo, el muerto un proxeneta execrable y el matador, un enjuto cantor de tangos con fuerzas apenas para un fraseo lastimero. El bar estaba tranquilo en aquella lejana noche de un verano de los sesenta. Era esa hora en que su rutina se dejaba ir lentamente hacia un tiempo moribundo. Ya había recalado la gente de las timbas con algunos fiolos entreverados, muchos hombres solos en el mostrador cabeceaban sus borracheras, un pardo con su fuelle desgranaba tangos a pedido en un rincón, algunas mujeres aún aguardaban y parejas de ocasión entregadas a un efímero intercambio de sus pobres vidas, intimaban en las mesas.
Afuera la noche de verano muy avanzada caía horizontalmente sobre el pueblo. En la penumbra de la vereda, dos milicos cervezeaban clandestinamente, unos caballos atados a los paraísos piafaban impacientes y en la entrada de la galería de las piezas, algunos muchachones esperaban caer en gracia. El curso de la noche era el de siempre. Todo indicaba que en momentos, las mujeres se recluirían en sus piezas con sus parejas oficiales o con alguna ocupación de noche entera, los caballos rumbearían a sus querencias con las riendas flojas y los jinetes en calidad de bulto y la noche del queco con todos sus matices, voltearía una página más con la firma de los milicos estampada en un repetido “sin novedad”…
Pero, no hay mejor lugar que el bar de un quilombo, para que en el momento menos pensado se descuelgue el diablo, sin decir “cola va”. De golpe todo fue confusión. Una puteada inconclusa, mesas metálicas que caían, vidrios rotos, imprecaciones y gritos variados y confusos hicieron estallar la rutina. Se sintió muy claro a una mujer preguntar a los gritos: “¿Qué hiciste Luisito?” Otra, dijo algo parecido a: “Mon dieu, mon dieu”. La concurrencia quedó formando un círculo ganado por el silencio. En el centro, en los últimos estertores, abierto desde el bajo vientre al pecho, yacía el cuerpo enorme de un fiolo apodado Chambergo. Manejado con conocimiento, el golpe había sido certero: el puñal, con el filo para arriba había entrado cortando a la altura de la vejiga, para llegar al corazón en un segundo envión. Una mujer rubia, a quien llamaban Anele, masajeaba el rostro del casi difunto y chillaba hasta desgañitarse.
-¡Que la lleven a la pieza de la Rosa, que tiene tilo! -gritó otra mujer con desespero.
En una mesa permanecían Luisito del Carril y el puñal sin limpiar. El peso de la desgracia parecía haber comprimido la esmirriada figura del cantor. Rápidamente llegaron refuerzos policiales y la estampida dejó reducida la concurrencia al muerto, el matador, los milicos y la madama. Efectuadas las actuaciones de rigor, tres milicos sacaron el cadáver: dos con la camilla, mientras el tercero aseguraba que en el trayecto, las vísceras quedaran en su lugar.
            A pesar de la hora, la noticia corrió con la morbosidad del caso. La mayoría de los espantados asomaron nuevamente como desde una caverna.  Los que no podrían explicar en otros lugares su presencia en el queco, se excusaron de dar testimonio. Otros, confesaron sus temores de que el hecho arrojara alguna mácula sobre sus vidas ejemplares. Tanta culpa a flor de piel conmovió a tal punto a la madama, que consideró oportuno mandar una vuelta de la casa y el gesto, a todas luces desinteresado, tuvo un inesperado efecto redentor. En menos de lo que canta un gallo, ¡y en aquella hora vaya si cantaban!, el salón quedó bien baldeado, como para seguir… El pregón con el suceso también llegó hasta el centro, desarticulando las tertulias del club y del café. En aquella tanda llegaron dos amigos inseparables: Vicente Calpino y Angelito Lombardi. Una mujer apodada La Muñeca, se aproximó al dúo y abrazó a Vicente con mucha angustia.
-La Anele está en la pieza de la Rosa –le dijo entre sollozos.
-¿Qué pasó? -preguntó Vicente muy ansioso.
-Llevátela Vicente, retirala, llevátela de una vez...
-Pero ¿qué pasó? Dale contame…
La mujer, mientras se enjugaba las lágrimas, respondió:
- Me hace falta un aní, pagame uno y te cuento ¿queré?
-Está bien, vamos a sentarnos -dijo Vicente haciéndole una seña a Lombardi para que participara.
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Vicente Calpino era un hombre chico, treintón, carente de hábitos laborales, simple, simpático, generoso hasta la candidez y confiado fanático. Su carácter alegre y la fortuna que manejó, le permitieron alternar en muchos ambientes. Hijo único y tardío de acomodados comerciantes italianos de largo afincamiento en el pueblo. Pasó su infancia y adolescencia, sin otra preocupación que no fuera obtener el consentimiento de sus viejos, para sus desmesurados antojos. Tarea fácil porque ellos siempre predispuestos, le proporcionaban todo. Tanta sobreprotección era justificada repetidamente, narrando, con nuevos detalles en cada oportunidad la miseria que habían padecido en aquella aldea del sur de Italia, de donde provenían. La madre cuando se refería a él,  poseída por una ternura indescriptible que le empañaba más su mirada de mujer casi vieja, lo trataba de “pobrecito”. Y de su padre, eran bien conocidos los vaticinios venturosos que desplegaba con mucha solemnidad con relación al futuro de su hijo. “Cuando yo muera –repetía Donato Calpino como mandatado por secretas señales- con lo que le voy a dejar, Vicente va a vivir como un duque.
            Muy joven, Vicente quedó huérfano de padre y madre. Un escribano, correligionario y amigo de su padre lo administraba oficiando de albacea y unas tías viejas, se prodigaban en la salvación de su alma. Amigos del oro nunca le faltaron. Pero con Angelito mantenía una amistad profunda, de esas donde el adentro deja tartamudas las palabras. Desde muy temprano compartieron-como era convencional en aquel medio- la vagancia por el centro del pueblo, los avatares de los primeros amores, la cuasi obligatoria iniciación prostibularia y descomunales borracheras. Recalando y recalando por el bajo, Vicente conoció a Anele, una joven rubia algo gatuna, traída por un fiolo apodado Chambergo. Era algo especial para aquel ambiente. La turca madama pudo comprobar de inmediato que el fiolo no había compadreado, que no le había mentido, cuando le dijo: “La traje de Francia, no hagas giladas con ella, mirá que vale, aprovechá a desplumar giles”. Sus finos modales y cierta veta exótica acompañada del chapurreo de un francés elemental, deslumbraron a la madama. Anele pasó entonces a ser su pupila favorita, recorriendo brevemente el período de tributo, reservado a las recién llegadas.
            Vicente intimó con ella más de lo razonable para sus amigos y mucho más de lo tolerable para sus tías. “Vivo más alzado que un primer nieto”, confesaba, al tiempo que su buen humor se renovaba, removido por aquella relación que muy pronto fue como un noviazgo. La pasión lo fue aprisionando. Y paso a paso, desarrollando habilidades que no se le conocían, elaboró un muro para justificarla y defenderla. Detallaba en exceso las virtudes que reconocía en ella y se iba tornando intolerante ante las bromas. En poco tiempo marcó bien los límites. Obligados, los amigos abandonaron los argumentos razonables para formar parte de un círculo centrado en la pareja. Cada vez que se reunían, Vicente monopolizaba la oratoria para hablar de “La Anele”. Durante horas detallaba y reiteraba sus experiencias, exhibiendo con desnudez el remezón por el que se deslizaba su existencia. Había algo especial en aquellos relatos, algo así como un nudo sensorial -que en su desarrollo- lo colocaba en un estado de semi bobera. Era en ese momento que, con ojos estrábicos y a las risas, llamaba la atención sobre el cambio de volumen producido en su bragueta. Parecía enloquecer contando: “ella me acaricia todo el cuerpo y me dice: mon petit corchon je suis très hereuse avec tòi”…
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No se había equivocado el veterano italiano en su vaticinio. Habían pasado algunos años de su muerte y aquel se cumplía rigurosamente. Vicente comenzaba sus jornadas más allá del mediodía, seguía con la visita al escribano administrador y después, esperando la hora en que Anele  quedara libre, mataba el tiempo en boliches y timbas. Tiempo, que a veces no moría fácilmente y se deslizaba agonizante, como desgranado en goterones, en un desvelo angustioso por la presencia de Chambergo. Aquellas angustias, lo sumergían en una especie de vacío existencial que no lo arrastraban ni a la espiritualidad ni a la meditación, sino a una torturante ausencia, cada vez más aturdida con el alcohol y las timbas.
Pero hubo algo que Donato Calpino no pudo establecer en su predicción del futuro de Vicente: la duración del ducado. Es muy probable, que desde su razonamiento tan simple de ver un mundo siempre igual, formulado además desde la cresta del éxito; no haya podido comprender aquella sentencia del Viejo Vizcacha, también simple y asimilable a un apotegma, que dice: “no hay tiempo que no se acabe, ni tiento que no se corte”.
Un día, en su habitual visita al escribano administrador, Vicente lo encontró muy abatido. Mantuvieron una larga reunión en la que el profesional, después de reprocharle su costosa e improductiva vida libertina, le explicó, la devastación que había significado para su fortuna en moneda blanda, la reforma cambiaria y monetaria del contador Azzini.
-Le ha pasado a mucha gente Vicente, estos blancos están liquidando el país -le dijo el escribano con la mirada perdida en los papeles.
Vicente aceptó las explicaciones y salió con una carpeta de liquidaciones, puteando al tal contador Azzini sin la menor noción de lo cambiario, de lo monetario y mucho menos de la blandura de las monedas. Ya en la calle ganó cierta tranquilidad. El escribano albacea no había descuidado ningún detalle. “En honor a la lealtad que él le debía a la familia Calpino, podría usar en comodato el viejo caserón de la familia en la chacra cercana y contar con una mesada mientras no se confirmara un empleo público que había manoteado en el trastero mugroso de la política del pueblo.                                              
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            Aquella noche de la desgracia de Luisito, enterado Vicente del suceso, escuchó después en silencio los detalles a través del relato de Muñeca:
-Yo vi todo, estaba sola sentada y ellos conversaban, y en una empezaron a discutir. Luisito –medio en pedo- le dijo:”vos nunca estuviste en Francia, la Anele es de Tacuarembó, nieta o biznieta de una de las francesas del Coronel Escayolas. Entonces, el Chambergo le dio flor de sopapo y el Luisito cayó de costado sobre una mesa y cuando se paró, ya había sacado y lo atropelló”… ¡Dios mío, qué susto!
-¡Quién iba a pensar que Luisito pudiera matar!…-dijo Angelito mirando a su amigo, y agregó: ojalá la saque barata por estar en pedo.
-Barata o cara para mí que es lo mismo… -terció Muñeca. 
-¿Qué decís?-preguntó Vicente sobresaltado.
-Pagame otro y te cuento gringo y que dios me perdone por lo que viá decir.
-El Luisito es más bueno que la malva, y está jodido, anda mal de los fuelles, escupe sangre, sabe que se pela pronto –comenzó Muñeca como hilvanando las palabras- y vos bien sabés que la Anele es como una hermana pa’el, por ahí capaz que sacó cuentas y le hizo el favor… y de paso te lo hizo a vos gringo…
Vicente la miró fijo, se le cayó una sonrisa que apenas le movió los labios, pero que le dio brillo a sus ojos con una alegría salpicada de cierta malicia. Apuró la copa y salió.
            No pasó mucho y Vicente y Anele, aparecieron en el salón. Venían tomados de la mano. Ella lucía diferente con ropa de calle y una pequeña valija. Se sumaron a la mesa donde Angelito y Muñeca tomaban y charlaban con un borracho que se había arrimado. En una pausa, Anele con sus manos trenzadas frente al pecho, anunció su retiro. Corrieron las copas de festejo y despedida y cuando se retiraban, el borracho – como para mojarle la oreja al diablo- le dijo a Vicente:
-Dentro de un tiempo, si precisás un desmochador, acá tenés un servidor.
Angelito se paró como para dejarlo sordo, pero Vicente intervino con su buen humor, volcando esa virtuosa capacidad de hacerlo aún a  costa de su persona y sacando partido de su probada candidez:
-En la chacra, ¿con quién me va a meter los cuernos?
La salida fue muy festejada y el trío -trenzado en nuevos brindis- los vio partir, a esa hora en que gorriones y benteveos comienzan a sacudirse.
Calle abajo, Elena Sorel abrazó a su hombre, al tiempo que un taconeo firme se fundía con los primeros latidos del amanecer, y los últimos estertores de la noche.  

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Categoría cuentos - Mención
Título:  "La noche de los bichitos de luz"
Autor:   Dante Edgardo Carlini - San José de Mayo
El Ítalo era uno más de la  “barra” del barrio, aunque vivía un poco alejado del nuestro y más bien pertenecía a la zona de otra “barra”. Lo incorporamos a voluntad de él, se había ganado nuestro cariño. Vivíamos, todos los demás, en un conjunto de viviendas que ocupaban cinco manzanas, todas igualitas con forma de cajas de zapatos, pero muy cobijadoras ellas. Allí había una plazoleta, centro de reunión de la “indiada”. En un baldío, del que nos apropiamos para los picaditos de fútbol, nos juntábamos toda la “gurisada”. Se integraban otros que ya se afeitaban y algunos que echaban panza, ahí todos nos entreverábamos, los grandes se hacían los gurises y nosotros nos hacíamos los grandes. Los pechábamos en las carreras por la disputa de la “globa”, pero era como chocar contra muros, quedábamos la mayoría de las veces dando volteretas por el pasto, tiñendo nuestra andrajosa ropa de todos los días con un verde rebelde, que después nuestras madres refregaban en la tina, acompañadas de un monologo rezongón. Los partidos duraban horas… y se iban desfigurando en su intención los “cuadros”; por el grito de alguna madre reclamando a su hijo, la lesión de algún veterano que se iba renegando, caliente con algún “¡guacho e`mierda!” que lo había hecho caer o esforzar demasiado para sus limitaciones o alguno que se retiraba por qué no la “agarraba” ni con la mano o simplemente por ir perdiendo. Habían varios calentones, a veces terminaban a las trompadas. El Ítalo era un morocho recio, andaba siempre con la cara de mal, robusto pero no muy alto, hablaba poco, casi nadad y hacerlo reír era más difícil que “chiflar comiendo gofio seco”. Tenía cómo siete hermanos, él era el mayor, vivían en una casita de un solo ambiente, echa de bloques sin revoque, con techo de zinc, no tenían luz eléctrica ni agua potable, el agua la traía su madre a baldes desde la canilla publica de la esquina… la luz, la del sol. Allá llegaba “el Ítalo” cada vez que sentía la gritería, sabía que se había armado picado, aparecía corriendo por las calles de pedregullo con los pies costrosos, descalzo. Y así jugaba y le encantaba dar  “trancazos” , poseedor de “una fuerza ¡bárbara!” Disputaba las pelotas con furia…  Un día trancaron con “el polenta” que era más grande que nosotros y trabajaba en el molino hombreando bolsas; “la guinda” se hizo trizas y calló desinflada, precipitada al suelo. Fue la ovación de todos los que estábamos en el “picado” y fuera de él. El Ítalo como siempre se quedó parco, transpirando, sacudiendo la cabeza, con ganas de seguir a los “trancazos” con todo el que se le atravesara delante. El partido quedó trunco con desafío a seguirlo al otro día cuando apareciera una nueva pelota, no se sabía de dónde… Nosotros la gurisada nos fuimos a la plazoleta a comentar las jugada del partido y luego terminamos jugando en “el ombú”, que no era tal, nunca supimos que árbol era, sí que era gigantesco, debería tener más de cien años, porque el tronco no lo abrasábamos entre cuatro y las ramas eran tan extendidas y gruesas, que en él jugábamos a la mancha. Ahí se destacaba “el garza”, era como mono, saltaba de rama en rama y corría sobre ellas como por suelo firme. Era verano… estábamos todos de vacaciones por lo tanto teníamos todo el día para jugar de sol a sol y un poco después también. Con “el tano” y “el Piti”, que era “quietos” para la piedra, nos escapábamos al arroyo que corría a poca distancia de nuestro barrio, en el camino iban cruzando aperias, que con el solcito salían desde entre las chilcas o andaban correteando en las cunetas. Tenían tal puntería, las dejaban “secas a las pobres bichas” y allá iba yo a capturarlas, las enganchaba en una rama y me las llevaba al hombro; era lo mejor que sabía hacer. Nos dábamos unos chapuzones en nuestra playa privada denominada “el pozo” debido a que era las parte más profunda del arroyo Mallada… Hasta que un día me descubrió “el viejo”, me fue a buscar, ¡Para que!, “que calentura de agarró”. Me acuerdo que nunca me había levantado la mano, no era necesario yo lo respetaba y obedecía, tan sólo me intimidaba cuando agravaba su voz y me miraba serio. Pero ese día me llevó en un son de “pateaduras” en el trasero, hasta mi casa, la última me la dio en la puerta de mi habitación y me mando por los aires a la cama… “me comí” una semana de penitencia sin salir a ningún lugar. “El Ítalo”, “el Tano”, “el Piti”, “el Gordo”, “el Garza” y otros más, siguieron yendo, no sé si lo dejaban o se escapaban, pero nunca dejaron de ir… yo los esperaba en la plazoleta o en el campito hasta que llegaran, para ir a cuerear las apereas y hacerlas asadas. El Ítalo era el encargado de la cocción, le quedaban riquísimas, nos hacíamos “cada panzadas”, de postre uvas o nísperos que “tomábamos prestados” de las parras y quintas vecinas. Una de esas noches, mientras “el Ítalo” asaba las “bichas”, “el Tano” que era muy conversador y pícaro le preguntó: - “Vo` Ítalo; ¿Por qué nunca te reis con nosotros y siempre estás tan callado?”. “El Ítalo” lo miró con los ojos fijamente, la luz del fuego blanqueaba un poco su cara parda y resaltaba más aún sus ojos saltones y mirando “al Tano”, con las cejas arqueadas sobre la mirada… no dio media palabra de respuesta. Todos quedamos en silencio, hasta la noche se intimidó con aquella mirada feroz y escalofriante, pareció detenerse todo por varios segundos, largos muy largos… que con carraspeos, algunos de nosotros intentamos en vano de-solemnizar  la situación, hasta que “el Gordo”, ingenioso como siempre, dijo: - “Gurises, ¡Vamos a ver a la Olga! A esta hora se está por acostar”. “¡Vamos!” Dijimos todos, y salimos corriendo despavoridos por las calles. “La Olga” era una muchacha del barrio de unos veinte y pico de años, con un cuerpo voluptuoso y unos “bochones” verdes que encandilaban, era la novia imaginaria de los sueños de todos. Solíamos ir a espiar por la persiana de su cuarto, nos escabullíamos por los fondos de la casa del “Gordo” que daba con los de la casa de ésta, por las hendijas nos deleitábamos mirando cómo se iba despojando de sus prendas hasta quedar en ropa interior. Quedábamos tarados mirándola, era nuestro corto-metraje preferido de casi todas las noches, en vivo y en directo, hasta que la llave de la luz bajaba implacable el telón imaginario de nuestra función secreta, cortando nuestro éxtasis “infan- tarado”, a veces nos daba un regalo extra, cuando andaba acalorada y el sostén le molestaba, ¡Dios mío!, que atributos femeninos tan contundentes tenía esa mujer, teníamos que apretar los dientes para no hacer ningún tipo de exclamación que delatara nuestro expiatorio show-privado… jamás se borraron de nuestras mentes ese par de… fue la primer mujer que vimos semi-desnuda en nuestras vidas. Salíamos “como loco” por los fondos y “el Ítalo” exclamando… “¡Fa! ¡Qué divina está!”, exclamaba mientras como torbellino salía para su casa, a hacer anda saber qué cosa… Era una de las pocas veces, creo la única que omitía opinión de algo y dejaba traslucir o reflejaba su emoción.
… Aquella pregunta “del Tano” “al Ítalo” quedó florando en el aire, sin respuesta y rondando nuestras cabezas, preguntándonos todos, para nosotros mismos, que cosa hacia a nuestro amigo, ocultar o reprimir la alegría reflejada en una sonrisa, eso tan común y necesario en la vida de los seres humanos y tan natural para nosotros. Entre juegos, “picadas” en el campito y travesuras, el verano lentamente se iba consumiendo, ya estábamos en febrero, cuando una tarde en la plazoleta, “el Tito” llegó agitado con la noticia.- “¡El Ítalo se muda… el Ítalo se muda… se va para otro barrio!” “¿Cuándo, cuándo?, preguntamos casi todos a la vez y los que no, se quedaron asombrados e incrédulos. Inmediatamente, “el Tano” lanzó una idea: “Vamos a darle una sorpresa antes de que se valla.” – “¿Qué sorpresa? Preguntó “el Gordo”. – “Viste que el Ítalo no tiene luz en la casa, porque es muy pobre, bah, un poco más pobre que nosotros que por lo menos tenemos luz y agua.” – “Si ya sabemos, pero… ¿Qué tiene que ver aso?” – “Y si le alumbramos su casa una noche, antes de que se mude; estoy seguro que le va a encantar.” – “¡Pará, pará! Me decís como carajo vamos a llevar luz a la casa del Ítalo. No me digas que pensás enganchar los cables del alumbrado, que querés que quedemos electrocutados.” – “Además “acordate” lo que le pasó “al viejo Cococho” que robaba luz, terminó preso, ¿Te acordás?” – “No gurises, no” – “Tampoco pienses pedirle al viejo de al lado que les vaya a “tirar” con un cable, el padre del Ítalo no se lleva con él, casi lo “agarra a trompadas” porque el muy viejo verde le decía piropos a su mujer.” – “¡No! Tenemos la solución más fácil, mi idea era ir al campito que se llena de bichitos de luz, ahí tenemos la solución. ¡Avívense che! No sean tan inútiles.” – “¡Pero vo`´tas loco! ¿Cuántos bichitos de luz tenemos que juntar? Millones, para alumbrar la casa del Ítalo, ´ta bien que no es muy grande, pero… ¡´Tas loco!” – “¡Se puede! Vamos a reunir a todos y a llevar bolsas de nylon transparente, cazamos los bichitos y los dejamos escondidos. Mañana, después mirar a la Olga que sabemos que el Ítalo se va pa` la casa como loco, vamos atrás de él y soltamos los bichitos por la ventana que como hace calor queda abierta. ¡Tamos!
Al otro día todos los gurises del barrio estábamos compinches con la sorpresa despedida “al Ítalo”, el día lo pasamos jugando como todos los días, pero se captaba una sensación de misterio en torno a la barra, se hacían reuniones a escondidas y cuchicheaban para no arruinar la sorpresa… Ya en la noche, a la hora de ir a espiar a “la Olga”, estaba todo organizado. Con “el Ítalo” fueron dos o tres amigos solamente. Los demás, con la excusa de irnos a dormir por estar cansados, salimos para el campito a cazar bichitos de luz, teníamos decenas de bolsas de nylon y éramos casi diez recolectores. La noche era esplendida, bien de verano, el cielo completamente estrellado y en el campito se veían por miles los insectos, que inquietos encendían y apagaban sus lucecitas… Por aquí y por allá intercaladamente, se encendían unas y se apagaban otras, transformando aquel lugar en una especie de cielo terrestre con sus estrellas titilantes esparcidas por todos lados. Presurosos empezamos la recolección, no teníamos demasiado tiempo. Contábamos con la contra reloj de la avidez de “la Olga” para acostarse y la velocidad que imprimía “el Ítalo” para llegar a su casa y antes de que éste se durmiera, iluminarla. Andábamos a los saltos embolsando en el aire en su vuelo a los bichitos destellantes de luz, los atrapábamos en una bolsa y los íbamos traspasando a otras, así hasta tener cientos, las bolsitas estaban casi completa, el campito se quedó a oscuras, todo negro. Era impresionante ver en un rincón todas las bolsas luminosas juntas, amontonadas sobre un reducido espacio parecían una constelación de estrellas titilando sin cesar… Esperamos la señal “del Tano” que iba a avisarnos cuando estuviera todo listo… De pronto, desde la oscuridad, sentimos sus pasos en carrera, sus talones casi golpeaban su trasero y a todo lo que daba, sin aire, nos dijo: - “¡Vamos, vamos! Ya se fue. ¡Qué bueno, cantidad juntaron! Esto va a estar buenazo.”Allá nos fuimos corriendo, todos con varias bolsas luminosas en las manos, parecíamos la estela de una estrella fugaz deslizándose al ras de la tierra, me quedé para atrás y vi a todos mis amigos con la cabecita levantada, sacando pecho y braceando luces que dibujaban círculos esfumados en su carrera. Sentí tanto entusiasmo y alegría que empecé a correr sin parar hasta ponerme delante de todos, liderando la cruzada de luz que “el Tano” había ingeniado. Ya en la esquina, donde estaba la casa “del Ítalo”, nos reunimos todos y sigilosamente en “fila india” nos fuimos acercando a la ventana. El ideólogo (“el Tano”) llegó primero y husmeo con cautela, apenas sobrepasando la línea de sus ojos el marco inferior de la ventana, como él bien lo sabía hacer. Nos hizo la seña acordada y empezamos a pasarle las sicodélicas bolsitas, desde las cuales él liberaba hacia el interior los insectos luminosos. En pocos minutos habíamos vaciado todas. “El Tano” no pudo contener su curiosidad a asomó todo su cuerpo hacia adentro, detrás de él se chocaban las cabezas de mis amigos unas con otras, tratando de observar el efecto que causaba ese “ejercito de luz” en la humilde y oscura casa de nuestro querido amigo. Por unos instantes los “soldados de luz” parecían haber desaparecido, no alumbraban la oscuridad. De pronto, todo se iluminó, como si despertaran todos en el mismo momento cómplices de la aventura, permaneciendo unos segundos una luminosidad sostenida que alumbró toda la casa mágicamente, para después empezar a intercalarse unos con otros en luces que encendían y apagaban, alumbrando distintas partes del lugar. Desde el techo se veían salir destellos finísimo de luz, que se colaban hacia afuera por los agujeros de las chapas viejas de zinc. Traté de ver “al Ítalo”, pero no pude, era tan pequeña la ventana y la habían abarrotado lleno de curiosidad mis amigos, observando maravillados la danza luminosa que nos regalaban los insectos. Repentinamente todos corrieron alrededor de la casa, el tito decía: “Va a salir… va a salir” – “¿Quién, el padre se despertó?” – “No. El Ítalo, va a salir.” Nos paramos todos frente a la puerta de entrada esperando que se abriera. Al abrirse una bola de luz flotante salió tras ella, girando sin cesar, quedó suspendida en el aire, arriba, a poco centímetros de la casa, la que otra vez  había quedado oscura en su interior y desde donde “el Ítalo” con una mueca de felicidad y alegría esbozaba esa sonrisa que nunca nos había mostrado. Era la primera vez que lo veíamos reír. Los bichitos seguían allí, danzando en círculos, suspendidos en el aire, destellando su luz que alumbraba la cara más feliz que jamás vi en un niño, como fue la “del Ítalo” aquella noche que iluminamos su alma con los bichitos de luz.

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Categoría cuentos - Mención
Título:  "Detrás de la cortina"
Autor:   Alberto Tarigo - Punta del este
Una brisa cálida y pegajosa penetra por la ventana entreabierta, donde el sol choca de pleno. La veneciana hace movimientos parejos y golpea cadenciosamente contra la pared, dejando una huella apenas marcada. Desde este segundo piso escucho estampidos de motos y chirridos de frenos. Sin embargo, hoy debe ser domingo porque el crujido del tráfico es más pausado. El ambiente de esta habitación se torna asfixiante, irrespirable. Un reguero caliente de sudor me corre por la espalda e invita a la sábana a integrarse a mi cuerpo.
            Al no poder incorporarme, no sé si las piernas están aún formando parte de mí. No las siento, las adivino quizás, y me invade el horror, pues dicen que aún se notan los miembros luego de amputados. Por eso no me animo a hacer el esfuerzo de levantarlas, por miedo a que no estén.
            Trato de girar la cabeza y mi visión se pega a la cortina de tela blanca que separa mi cama de la de mi compañero de sala. Del otro lado, a veces se oye un quejido que en la noche se transforma en un gruñido que se cuela en mi sueño. Todavía no lo he visto. Debe ser un anciano de los que se van pronto para el otro mundo.
            No recuerdo cuántos días pasaron luego del suceso y la operación. Si hoy es domingo, entonces hace tal vez más de una semana, porque aquel día era viernes.
            Lo que no puedo olvidar es la cara del chino, transfigurada por la ira, que había adquirido una extraña coloración anaranjada, con los ojos insólitamente redondeados, echándome maldiciones en un idioma incomprensible, y la voz de Atilio diciéndome:
-       Está enfurecido contigo, hermano.

            Ese viernes habíamos dejado el obrador con el pago de la quincena virgen en el bolsillo. Atilio insistió en ir a tomar una copa a aquel boliche del Puerto. Al principio me negué, pero ¿qué tenía que hacer? Nadie me esperaba, no tengo mujer ni perro. La copa no fue una ni dos. Pasamos bebiendo varias horas, hasta que se vino la oscuridad y empezaron a entrar los marineros y las mujeres de la noche. Los tufillos de los recién desembarcados se mezclaban con el perfume barato. Entonces, el ambiente se hizo pesado. El aire se podía cortar con un cuchillo.
-       Está enfurecido contigo, hermano.

            Creo que fue cuando Atilio reclamó algo para comer que se nos acercó el chino (le digo chino pero bien podría ser coreano o vietnamita). Desde lejos se notaba que había estado muchos días embarcado y en ese momento le estaba dando duro al aguardiente. Algo tambaleante y haciéndose el simpático, sacó de un bolso dos horribles estatuillas (me pareció ver hombres con cabeza de caballo o toro) que nos ofreció. Maldita la gana que tenía yo de gastar dinero en adornos como esos. Pero el chino insistía y se puso muy cargoso. Tan cargoso que lo saqué a empujones.
            El tipo atropelló otra vez. Esgrimía las estatuillas con un gesto amenazante. Nuevo empujón. Fue en ese momento que se cayeron las figuras y se hicieron añicos contra el piso.
-       Está enfurecido contigo, hermano.
            Colérico, se me vino encima gritando en su idioma. Lo único que le entendía era palabras que yo interpretaba como choto y va mián (no sabía a dónde me mandaba, aunque lo imaginaba).
            El tema no daba para más, ya era hora de que nos marchásemos, así que pagamos la cuenta y nos levantamos, dejando al chino juntando los restos.            Cuando nos acercábamos a la salida, junto a una ventana, un viejo con la tez surcada por profundas arrugas y un bigote amarillento de nicotina, que observaba con ojos vigilantes su vaso, como siguiendo segundo a segundo cómo se disolvía el hielo en el whisky, me habló al pasar.
-       ¿Entendió lo que le dijo?
            Quedé mirándolo sin decirle nada. Levantó por un instante la cabeza y percibí algo extraño en sus ojos. Eran de un rojo intenso, atemorizante, como si no fuesen de este mundo. El viejo continuó:
-       Le expresó que usted quebró imágenes de Niú Tóu, un dios con cabeza de buey y de Ma Mian, otro dios con cabeza de caballo. Representan los guardianes chinos del infierno. Dijo que de ellos recibirá su venganza, pues lo van a perseguir hasta aniquilarlo.
            Estas palabras, unidas al alcohol ingerido durante horas, provocaron en nosotros una oleada de soltura, de distensión, que se tradujo en una sonora risotada. El viejo no se rió. Volvió a concentrarse en su vaso. Cuando llegué a la puerta, instintivamente miré hacia atrás para cerciorarme de que el chino no nos seguía. Sin embargo lo que me sorprendió fue que el viejo junto a la ventana había desaparecido.
            Dejé a Atilio en una parada de autobuses y me encaminé a cruzar la avenida hacia la plaza.
            Juro que no vi el taxi. Es decir, cuando lo vi ya lo tenía encima. A pesar del frenazo, me levantó en el aire. Sentí un terrible dolor en las piernas. Luego no recuerdo más hasta que desperté en esta cama.

            Ahora ya se hizo la noche. La brisa, que era caliente en la tarde, se torna empalagosa cuando pasa a través de la reja y de la ventana entreabierta. Una mujer retira los restos de la cena. La enfermera renueva la ampolla de suero. Alguien apaga las luces.
            A medianoche, me despierta un resplandor proveniente de la cama vecina. La atmósfera se ha vuelto opresiva. Pienso que el veterano se descompensó y lo están atendiendo. Percibo la sombra de una persona detrás de la cortina. Debe ser el médico. Si puedo, le voy a preguntar sobre mis piernas. Ahora está hablando con el enfermo. Trato de escuchar. Aguzo el oído. No llego a comprender lo que están hablando, al parecer, en un idioma extraño.
            Entonces la sombra gira hacia mi lugar.
            Se recorta en la cortina un perfil nítido. Claramente, la cabeza de un caballo.