Categoría cuentos - 1er. PREMIO
Título: "El
duque Vicente"
Autor: Miguel Ángel Longo - Piriápolis
Una muerte en una pelea tiene siempre, o casi
siempre, una asociación muy fuerte con lo trágico. Pero ese vínculo parece
debilitarse y hasta codearse con el no ser, si el escenario es el bar de un
prostíbulo, el muerto un proxeneta execrable y el matador, un enjuto cantor de
tangos con fuerzas apenas para un fraseo lastimero. El bar estaba tranquilo en aquella
lejana noche de un verano de los sesenta. Era esa hora en que su rutina se
dejaba ir lentamente hacia un tiempo moribundo. Ya había recalado la gente de
las timbas con algunos fiolos entreverados, muchos hombres solos en el
mostrador cabeceaban sus borracheras, un pardo con su fuelle desgranaba tangos a
pedido en un rincón, algunas mujeres aún aguardaban y parejas de ocasión entregadas
a un efímero intercambio de sus pobres vidas, intimaban en las mesas.
Afuera la noche de verano muy avanzada caía
horizontalmente sobre el pueblo. En la penumbra de la vereda, dos milicos cervezeaban
clandestinamente, unos caballos atados a los paraísos piafaban impacientes y en
la entrada de la galería de las piezas, algunos muchachones esperaban caer en
gracia. El curso de la noche era el de siempre. Todo indicaba que en momentos,
las mujeres se recluirían en sus piezas con sus parejas oficiales o con alguna
ocupación de noche entera, los caballos rumbearían a sus querencias con las riendas
flojas y los jinetes en calidad de bulto y la noche del queco con todos sus
matices, voltearía una página más con la firma de los milicos estampada en un
repetido “sin novedad”…
Pero, no hay mejor lugar que el bar de un quilombo,
para que en el momento menos pensado se descuelgue el diablo, sin decir “cola
va”. De golpe todo fue confusión. Una puteada inconclusa, mesas metálicas que
caían, vidrios rotos, imprecaciones y gritos variados y confusos hicieron
estallar la rutina. Se sintió muy claro a una mujer preguntar a los gritos: “¿Qué
hiciste Luisito?” Otra, dijo algo parecido a: “Mon dieu, mon dieu”. La concurrencia
quedó formando un círculo ganado por el silencio. En el centro, en los últimos
estertores, abierto desde el bajo vientre al pecho, yacía el cuerpo enorme de
un fiolo apodado Chambergo. Manejado con conocimiento, el golpe había sido
certero: el puñal, con el filo para arriba había entrado cortando a la altura
de la vejiga, para llegar al corazón en un segundo envión. Una mujer rubia, a
quien llamaban Anele, masajeaba el rostro del casi difunto y chillaba hasta
desgañitarse.
-¡Que
la lleven a la pieza de la Rosa, que tiene tilo! -gritó otra mujer con
desespero.
En una mesa permanecían Luisito del Carril y el
puñal sin limpiar. El peso de la desgracia parecía haber comprimido la
esmirriada figura del cantor. Rápidamente llegaron refuerzos policiales y la estampida
dejó reducida la concurrencia al muerto, el matador, los milicos y la madama. Efectuadas
las actuaciones de rigor, tres milicos sacaron el cadáver: dos con la camilla,
mientras el tercero aseguraba que en el trayecto, las vísceras quedaran en su
lugar.
A pesar de la hora, la noticia
corrió con la morbosidad del caso. La mayoría de los espantados asomaron nuevamente
como desde una caverna. Los que no podrían
explicar en otros lugares su presencia en el queco, se excusaron de dar
testimonio. Otros, confesaron sus temores de que el hecho arrojara alguna
mácula sobre sus vidas ejemplares. Tanta culpa a flor de piel conmovió a tal
punto a la madama, que consideró oportuno mandar una vuelta de la casa y el
gesto, a todas luces desinteresado, tuvo un inesperado efecto redentor. En
menos de lo que canta un gallo, ¡y en aquella hora vaya si cantaban!, el salón
quedó bien baldeado, como para seguir… El pregón con el suceso también llegó
hasta el centro, desarticulando las tertulias del club y del café. En aquella
tanda llegaron dos amigos inseparables: Vicente Calpino y Angelito Lombardi. Una
mujer apodada La Muñeca, se aproximó al dúo y abrazó a Vicente con mucha angustia.
-La
Anele está en la pieza de la Rosa –le dijo entre sollozos.
-¿Qué
pasó? -preguntó Vicente muy ansioso.
-Llevátela
Vicente, retirala, llevátela de una vez...
-Pero
¿qué pasó? Dale contame…
La mujer, mientras se enjugaba las lágrimas,
respondió:
-
Me hace falta un aní, pagame uno y te cuento ¿queré?
-Está
bien, vamos a sentarnos -dijo Vicente haciéndole una seña a Lombardi para que
participara.
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Vicente Calpino era un hombre chico, treintón, carente de
hábitos laborales, simple, simpático, generoso hasta la candidez y confiado
fanático. Su carácter alegre y la fortuna que manejó, le permitieron alternar
en muchos ambientes. Hijo único y tardío de acomodados comerciantes italianos
de largo afincamiento en el pueblo. Pasó su infancia y adolescencia, sin otra
preocupación que no fuera obtener el consentimiento de sus viejos, para sus desmesurados
antojos. Tarea fácil porque ellos siempre predispuestos, le proporcionaban
todo. Tanta sobreprotección era justificada repetidamente, narrando, con nuevos
detalles en cada oportunidad la miseria que habían padecido en aquella aldea
del sur de Italia, de donde provenían. La madre cuando se refería a él, poseída por una ternura indescriptible que le
empañaba más su mirada de mujer casi vieja, lo trataba de “pobrecito”. Y de su
padre, eran bien conocidos los vaticinios venturosos que desplegaba con mucha
solemnidad con relación al futuro de su hijo. “Cuando yo muera –repetía Donato
Calpino como mandatado por secretas señales- con lo que le voy a dejar, Vicente
va a vivir como un duque.
Muy
joven, Vicente quedó huérfano de padre y madre. Un escribano, correligionario y
amigo de su padre lo administraba oficiando de albacea y unas tías viejas, se
prodigaban en la salvación de su alma. Amigos del oro nunca le faltaron. Pero con
Angelito mantenía una amistad profunda, de esas donde el adentro deja
tartamudas las palabras. Desde muy temprano compartieron-como era convencional en
aquel medio- la vagancia por el centro del pueblo, los avatares de los primeros
amores, la cuasi obligatoria iniciación prostibularia y descomunales
borracheras. Recalando y recalando por el bajo, Vicente conoció a Anele, una joven
rubia algo gatuna, traída por un fiolo apodado Chambergo. Era algo especial
para aquel ambiente. La turca madama pudo comprobar de inmediato que el fiolo
no había compadreado, que no le había mentido, cuando le dijo: “La traje de
Francia, no hagas giladas con ella, mirá que vale, aprovechá a desplumar
giles”. Sus finos modales y cierta veta exótica acompañada del chapurreo de un
francés elemental, deslumbraron a la madama. Anele pasó entonces a ser su
pupila favorita, recorriendo brevemente el período de tributo, reservado a las
recién llegadas.
Vicente intimó con ella más de lo
razonable para sus amigos y mucho más de lo tolerable para sus tías. “Vivo más
alzado que un primer nieto”, confesaba, al tiempo que su buen humor se
renovaba, removido por aquella relación que muy pronto fue como un noviazgo. La
pasión lo fue aprisionando. Y paso a paso, desarrollando habilidades que no se
le conocían, elaboró un muro para justificarla y defenderla. Detallaba en
exceso las virtudes que reconocía en ella y se iba tornando intolerante ante
las bromas. En poco tiempo marcó bien los límites. Obligados, los amigos
abandonaron los argumentos razonables para formar parte de un círculo centrado
en la pareja. Cada vez que se reunían, Vicente monopolizaba la oratoria para
hablar de “La Anele”. Durante horas detallaba y reiteraba sus experiencias,
exhibiendo con desnudez el remezón por el que se deslizaba su existencia. Había
algo especial en aquellos relatos, algo así como un nudo sensorial -que en su
desarrollo- lo colocaba en un estado de semi bobera. Era en ese momento que,
con ojos estrábicos y a las risas, llamaba la atención sobre el cambio de volumen
producido en su bragueta. Parecía enloquecer contando: “ella me acaricia todo
el cuerpo y me dice: mon petit corchon je suis très hereuse avec tòi”…
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No se había equivocado el veterano italiano en su vaticinio.
Habían pasado algunos años de su muerte y aquel se cumplía rigurosamente. Vicente
comenzaba sus jornadas más allá del mediodía, seguía con la visita al escribano
administrador y después, esperando la hora en que Anele quedara libre, mataba el tiempo en boliches y
timbas. Tiempo, que a veces no moría fácilmente y se deslizaba agonizante, como
desgranado en goterones, en un desvelo angustioso por la presencia de Chambergo.
Aquellas angustias, lo sumergían en una especie de vacío existencial que no lo
arrastraban ni a la espiritualidad ni a la meditación, sino a una torturante ausencia,
cada vez más aturdida con el alcohol y las timbas.
Pero hubo algo que Donato Calpino no pudo establecer en
su predicción del futuro de Vicente: la duración del ducado. Es muy probable,
que desde su razonamiento tan simple de ver un mundo siempre igual, formulado
además desde la cresta del éxito; no haya podido comprender aquella sentencia
del Viejo Vizcacha, también simple y asimilable a un apotegma, que dice: “no
hay tiempo que no se acabe, ni tiento que no se corte”.
Un día, en su habitual visita al escribano administrador,
Vicente lo encontró muy abatido. Mantuvieron una larga reunión en la que el
profesional, después de reprocharle su costosa e improductiva vida libertina, le
explicó, la devastación que había significado para su fortuna en moneda blanda,
la reforma cambiaria y monetaria del contador Azzini.
-Le ha pasado a mucha gente Vicente, estos blancos están
liquidando el país -le dijo el escribano con la mirada perdida en los papeles.
Vicente aceptó las explicaciones y salió con una carpeta
de liquidaciones, puteando al tal contador Azzini sin la menor noción de lo
cambiario, de lo monetario y mucho menos de la blandura de las monedas. Ya en
la calle ganó cierta tranquilidad. El escribano albacea no había descuidado
ningún detalle. “En honor a la lealtad que él le debía a la familia Calpino, podría
usar en comodato el viejo caserón de la familia en la chacra cercana y contar
con una mesada mientras no se confirmara un empleo público que había manoteado
en el trastero mugroso de la política del pueblo.
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Aquella noche de la desgracia de Luisito, enterado Vicente
del suceso, escuchó después en silencio los detalles a través del relato de
Muñeca:
-Yo vi todo, estaba sola sentada y ellos conversaban, y en
una empezaron a discutir. Luisito –medio en pedo- le dijo:”vos nunca estuviste
en Francia, la Anele es de Tacuarembó, nieta o biznieta de una de las francesas
del Coronel Escayolas. Entonces, el Chambergo le dio flor de sopapo y el
Luisito cayó de costado sobre una mesa y cuando se paró, ya había sacado y lo
atropelló”… ¡Dios mío, qué susto!
-¡Quién iba a pensar que Luisito pudiera matar!…-dijo
Angelito mirando a su amigo, y agregó: ojalá la saque barata por estar en pedo.
-¿Qué decís?-preguntó Vicente sobresaltado.
-Pagame otro y te cuento gringo y que dios me perdone por
lo que viá decir.
-El Luisito es más bueno que la malva, y está jodido,
anda mal de los fuelles, escupe sangre, sabe que se pela pronto –comenzó Muñeca
como hilvanando las palabras- y vos bien sabés que la Anele es como una hermana
pa’el, por ahí capaz que sacó cuentas y le hizo el favor… y de paso te lo hizo
a vos gringo…
Vicente la miró fijo, se le cayó una sonrisa que apenas
le movió los labios, pero que le dio brillo a sus ojos con una alegría
salpicada de cierta malicia. Apuró la copa y salió.
No pasó
mucho y Vicente y Anele, aparecieron en el salón. Venían tomados de la mano. Ella
lucía diferente con ropa de calle y una pequeña valija. Se sumaron a la mesa
donde Angelito y Muñeca tomaban y charlaban con un borracho que se había
arrimado. En una pausa, Anele con sus manos
trenzadas frente al pecho, anunció su retiro. Corrieron las copas de festejo y
despedida y cuando se retiraban, el borracho – como para mojarle la oreja al
diablo- le dijo a Vicente:
-Dentro de un tiempo, si precisás un desmochador, acá
tenés un servidor.
Angelito se paró como para dejarlo sordo, pero Vicente
intervino con su buen humor, volcando esa virtuosa capacidad de hacerlo aún a costa de su persona y sacando partido de su
probada candidez:
-En la chacra, ¿con quién me va a meter los cuernos?
La salida fue muy festejada y el trío -trenzado en nuevos
brindis- los vio partir, a esa hora en que gorriones y benteveos comienzan a
sacudirse.
Calle abajo, Elena Sorel abrazó a su hombre, al tiempo
que un taconeo firme se fundía con los primeros latidos del amanecer, y los
últimos estertores de la noche.
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Categoría cuentos - Mención
Título: "La noche de los bichitos de luz"
Autor: Dante Edgardo Carlini - San José de Mayo
El
Ítalo era uno más de la “barra” del
barrio, aunque vivía un poco alejado del
nuestro y más bien pertenecía a la zona de otra “barra”. Lo incorporamos a
voluntad de él, se había ganado nuestro cariño. Vivíamos, todos los demás, en
un conjunto de viviendas que ocupaban cinco manzanas, todas igualitas con forma
de cajas de zapatos, pero muy cobijadoras ellas. Allí había una plazoleta,
centro de reunión de la “indiada”. En un baldío, del que nos apropiamos para
los picaditos de fútbol, nos juntábamos toda la “gurisada”. Se integraban otros
que ya se afeitaban y algunos que echaban panza, ahí todos nos entreverábamos,
los grandes se hacían los gurises y nosotros nos hacíamos los grandes. Los
pechábamos en las carreras por la disputa de la “globa”, pero era como chocar
contra muros, quedábamos la mayoría de las veces dando volteretas por el pasto,
tiñendo nuestra andrajosa ropa de todos los días con un verde rebelde, que
después nuestras madres refregaban en la tina, acompañadas de un monologo
rezongón. Los partidos duraban horas… y se iban desfigurando en su intención
los “cuadros”; por el grito de alguna madre reclamando a su hijo, la lesión de
algún veterano que se iba renegando, caliente con algún “¡guacho e`mierda!” que
lo había hecho caer o esforzar demasiado para sus limitaciones o alguno que se
retiraba por qué no la “agarraba” ni con la mano o simplemente por ir
perdiendo. Habían varios calentones, a veces terminaban a las trompadas. El
Ítalo era un morocho recio, andaba siempre con la cara de mal, robusto pero no
muy alto, hablaba poco, casi nadad y hacerlo reír era más difícil que “chiflar
comiendo gofio seco”. Tenía cómo siete hermanos, él era el mayor, vivían en una
casita de un solo ambiente, echa de bloques sin revoque, con techo de zinc, no
tenían luz eléctrica ni agua potable, el agua la traía su madre a baldes desde
la canilla publica de la esquina… la luz, la del sol. Allá llegaba “el Ítalo”
cada vez que sentía la gritería, sabía que se había armado picado, aparecía
corriendo por las calles de pedregullo con los pies costrosos, descalzo. Y así
jugaba y le encantaba dar “trancazos” ,
poseedor de “una fuerza ¡bárbara!” Disputaba las pelotas con furia… Un día trancaron con “el polenta” que era más
grande que nosotros y trabajaba en el molino hombreando bolsas; “la guinda” se
hizo trizas y calló desinflada, precipitada al suelo. Fue la ovación de todos
los que estábamos en el “picado” y fuera de él. El Ítalo como siempre se quedó
parco, transpirando, sacudiendo la cabeza, con ganas de seguir a los
“trancazos” con todo el que se le atravesara delante. El partido quedó trunco
con desafío a seguirlo al otro día cuando apareciera una nueva pelota, no se
sabía de dónde… Nosotros la gurisada nos fuimos a la plazoleta a comentar las
jugada del partido y luego terminamos jugando en “el ombú”, que no era tal,
nunca supimos que árbol era, sí que era gigantesco, debería tener más de cien
años, porque el tronco no lo abrasábamos entre cuatro y las ramas eran tan
extendidas y gruesas, que en él jugábamos a la mancha. Ahí se destacaba “el
garza”, era como mono, saltaba de rama en rama y corría sobre ellas como por
suelo firme. Era verano… estábamos todos de vacaciones por lo tanto teníamos
todo el día para jugar de sol a sol y un poco después también. Con “el tano” y
“el Piti”, que era “quietos” para la piedra, nos escapábamos al arroyo que
corría a poca distancia de nuestro barrio, en el camino iban cruzando aperias,
que con el solcito salían desde entre las chilcas o andaban correteando en las
cunetas. Tenían tal puntería, las dejaban “secas a las pobres bichas” y allá
iba yo a capturarlas, las enganchaba en una rama y me las llevaba al hombro;
era lo mejor que sabía hacer. Nos dábamos unos chapuzones en nuestra playa
privada denominada “el pozo” debido a que era las parte más profunda del arroyo
Mallada… Hasta que un día me descubrió “el viejo”, me fue a buscar, ¡Para que!,
“que calentura de agarró”. Me acuerdo que nunca me había levantado la mano, no
era necesario yo lo respetaba y obedecía, tan sólo me intimidaba cuando
agravaba su voz y me miraba serio. Pero ese día me llevó en un son de
“pateaduras” en el trasero, hasta mi casa, la última me la dio en la puerta de
mi habitación y me mando por los aires a la cama… “me comí” una semana de
penitencia sin salir a ningún lugar. “El Ítalo”, “el Tano”, “el Piti”, “el
Gordo”, “el Garza” y otros más, siguieron yendo, no sé si lo dejaban o se
escapaban, pero nunca dejaron de ir… yo los esperaba en la plazoleta o en el
campito hasta que llegaran, para ir a cuerear las apereas y hacerlas asadas. El
Ítalo era el encargado de la cocción, le quedaban riquísimas, nos hacíamos
“cada panzadas”, de postre uvas o nísperos que “tomábamos prestados” de las
parras y quintas vecinas. Una de esas noches, mientras “el Ítalo” asaba las
“bichas”, “el Tano” que era muy conversador y pícaro le preguntó: - “Vo` Ítalo;
¿Por qué nunca te reis con nosotros y siempre estás tan callado?”. “El Ítalo”
lo miró con los ojos fijamente, la luz del fuego blanqueaba un poco su cara
parda y resaltaba más aún sus ojos saltones y mirando “al Tano”, con las cejas arqueadas
sobre la mirada… no dio media palabra de respuesta. Todos quedamos en silencio,
hasta la noche se intimidó con aquella mirada feroz y escalofriante, pareció
detenerse todo por varios segundos, largos muy largos… que con carraspeos,
algunos de nosotros intentamos en vano de-solemnizar la situación, hasta que “el Gordo”, ingenioso
como siempre, dijo: - “Gurises, ¡Vamos a ver a la Olga! A esta hora se está por
acostar”. “¡Vamos!” Dijimos todos, y salimos corriendo despavoridos por las
calles. “La Olga” era una muchacha del barrio de unos veinte y pico de años,
con un cuerpo voluptuoso y unos “bochones” verdes que encandilaban, era la
novia imaginaria de los sueños de todos. Solíamos ir a espiar por la persiana
de su cuarto, nos escabullíamos por los fondos de la casa del “Gordo” que daba
con los de la casa de ésta, por las hendijas nos deleitábamos mirando cómo se
iba despojando de sus prendas hasta quedar en ropa interior. Quedábamos tarados
mirándola, era nuestro corto-metraje preferido de casi todas las noches, en
vivo y en directo, hasta que la llave de la luz bajaba implacable el telón
imaginario de nuestra función secreta, cortando nuestro éxtasis “infan-
tarado”, a veces nos daba un regalo extra, cuando andaba acalorada y el sostén
le molestaba, ¡Dios mío!, que atributos femeninos tan contundentes tenía esa
mujer, teníamos que apretar los dientes para no hacer ningún tipo de
exclamación que delatara nuestro expiatorio show-privado… jamás se borraron de
nuestras mentes ese par de… fue la primer mujer que vimos semi-desnuda en
nuestras vidas. Salíamos “como loco” por los fondos y “el Ítalo” exclamando…
“¡Fa! ¡Qué divina está!”, exclamaba mientras como torbellino salía para su
casa, a hacer anda saber qué cosa… Era una de las pocas veces, creo la única
que omitía opinión de algo y dejaba traslucir o reflejaba su emoción.
…
Aquella pregunta “del Tano” “al Ítalo” quedó florando en el aire, sin respuesta
y rondando nuestras cabezas, preguntándonos todos, para nosotros mismos, que
cosa hacia a nuestro amigo, ocultar o reprimir la alegría reflejada en una
sonrisa, eso tan común y necesario en la vida de los seres humanos y tan
natural para nosotros. Entre juegos, “picadas” en el campito y travesuras, el
verano lentamente se iba consumiendo, ya estábamos en febrero, cuando una tarde
en la plazoleta, “el Tito” llegó agitado con la noticia.- “¡El Ítalo se muda…
el Ítalo se muda… se va para otro barrio!” “¿Cuándo, cuándo?, preguntamos casi
todos a la vez y los que no, se quedaron asombrados e incrédulos.
Inmediatamente, “el Tano” lanzó una idea: “Vamos a darle una sorpresa antes de
que se valla.” – “¿Qué sorpresa? Preguntó “el Gordo”. – “Viste que el Ítalo no
tiene luz en la casa, porque es muy pobre, bah, un poco más pobre que nosotros
que por lo menos tenemos luz y agua.” – “Si ya sabemos, pero… ¿Qué tiene que
ver aso?” – “Y si le alumbramos su casa una noche, antes de que se mude; estoy
seguro que le va a encantar.” – “¡Pará, pará! Me decís como carajo vamos a
llevar luz a la casa del Ítalo. No me digas que pensás enganchar los cables del
alumbrado, que querés que quedemos electrocutados.” – “Además “acordate” lo que
le pasó “al viejo Cococho” que robaba luz, terminó preso, ¿Te acordás?” – “No
gurises, no” – “Tampoco pienses pedirle al viejo de al lado que les vaya a
“tirar” con un cable, el padre del Ítalo no se lleva con él, casi lo “agarra a
trompadas” porque el muy viejo verde le decía piropos a su mujer.” – “¡No!
Tenemos la solución más fácil, mi idea era ir al campito que se llena de
bichitos de luz, ahí tenemos la solución. ¡Avívense che! No sean tan inútiles.”
– “¡Pero vo`´tas loco! ¿Cuántos bichitos de luz tenemos que juntar? Millones,
para alumbrar la casa del Ítalo, ´ta bien que no es muy grande, pero… ¡´Tas
loco!” – “¡Se puede! Vamos a reunir a todos y a llevar bolsas de nylon
transparente, cazamos los bichitos y los dejamos escondidos. Mañana, después
mirar a la Olga que sabemos que el Ítalo se va pa` la casa como loco, vamos
atrás de él y soltamos los bichitos por la ventana que como hace calor queda
abierta. ¡Tamos!
Al
otro día todos los gurises del barrio estábamos compinches con la sorpresa
despedida “al Ítalo”, el día lo pasamos jugando como todos los días, pero se
captaba una sensación de misterio en torno a la barra, se hacían reuniones a
escondidas y cuchicheaban para no arruinar la sorpresa… Ya en la noche, a la
hora de ir a espiar a “la Olga”, estaba todo organizado. Con “el Ítalo” fueron
dos o tres amigos solamente. Los demás, con la excusa de irnos a dormir por
estar cansados, salimos para el campito a cazar bichitos de luz, teníamos
decenas de bolsas de nylon y éramos casi diez recolectores. La noche era
esplendida, bien de verano, el cielo completamente estrellado y en el campito
se veían por miles los insectos, que inquietos encendían y apagaban sus
lucecitas… Por aquí y por allá intercaladamente, se encendían unas y se
apagaban otras, transformando aquel lugar en una especie de cielo terrestre con
sus estrellas titilantes esparcidas por todos lados. Presurosos empezamos la
recolección, no teníamos demasiado tiempo. Contábamos con la contra reloj de la
avidez de “la Olga” para acostarse y la velocidad que imprimía “el Ítalo” para
llegar a su casa y antes de que éste se durmiera, iluminarla. Andábamos a los
saltos embolsando en el aire en su vuelo a los bichitos destellantes de luz,
los atrapábamos en una bolsa y los íbamos traspasando a otras, así hasta tener
cientos, las bolsitas estaban casi completa, el campito se quedó a oscuras,
todo negro. Era impresionante ver en un rincón todas las bolsas luminosas
juntas, amontonadas sobre un reducido espacio parecían una constelación de
estrellas titilando sin cesar… Esperamos la señal “del Tano” que iba a
avisarnos cuando estuviera todo listo… De pronto, desde la oscuridad, sentimos
sus pasos en carrera, sus talones casi golpeaban su trasero y a todo lo que
daba, sin aire, nos dijo: - “¡Vamos, vamos! Ya se fue. ¡Qué bueno, cantidad
juntaron! Esto va a estar buenazo.”Allá nos fuimos corriendo, todos con varias
bolsas luminosas en las manos, parecíamos la estela de una estrella fugaz deslizándose
al ras de la tierra, me quedé para atrás y vi a todos mis amigos con la
cabecita levantada, sacando pecho y braceando luces que dibujaban círculos
esfumados en su carrera. Sentí tanto entusiasmo y alegría que empecé a correr
sin parar hasta ponerme delante de todos, liderando la cruzada de luz que “el
Tano” había ingeniado. Ya en la esquina, donde estaba la casa “del Ítalo”, nos
reunimos todos y sigilosamente en “fila india” nos fuimos acercando a la
ventana. El ideólogo (“el Tano”) llegó primero y husmeo con cautela, apenas
sobrepasando la línea de sus ojos el marco inferior de la ventana, como él bien
lo sabía hacer. Nos hizo la seña acordada y empezamos a pasarle las sicodélicas
bolsitas, desde las cuales él liberaba hacia el interior los insectos luminosos.
En pocos minutos habíamos vaciado todas. “El Tano” no pudo contener su
curiosidad a asomó todo su cuerpo hacia adentro, detrás de él se chocaban las
cabezas de mis amigos unas con otras, tratando de observar el efecto que
causaba ese “ejercito de luz” en la humilde y oscura casa de nuestro querido
amigo. Por unos instantes los “soldados de luz” parecían haber desaparecido, no
alumbraban la oscuridad. De pronto, todo se iluminó, como si despertaran todos
en el mismo momento cómplices de la aventura, permaneciendo unos segundos una
luminosidad sostenida que alumbró toda la casa mágicamente, para después
empezar a intercalarse unos con otros en luces que encendían y apagaban,
alumbrando distintas partes del lugar. Desde el techo se veían salir destellos finísimo
de luz, que se colaban hacia afuera por los agujeros de las chapas viejas de
zinc. Traté de ver “al Ítalo”, pero no pude, era tan pequeña la ventana y la
habían abarrotado lleno de curiosidad mis amigos, observando maravillados la
danza luminosa que nos regalaban los insectos. Repentinamente todos corrieron
alrededor de la casa, el tito decía: “Va a salir… va a salir” – “¿Quién, el
padre se despertó?” – “No. El Ítalo, va a salir.” Nos paramos todos frente a la
puerta de entrada esperando que se abriera. Al abrirse una bola de luz flotante
salió tras ella, girando sin cesar, quedó suspendida en el aire, arriba, a poco
centímetros de la casa, la que otra vez
había quedado oscura en su interior y desde donde “el Ítalo” con una
mueca de felicidad y alegría esbozaba esa sonrisa que nunca nos había mostrado.
Era la primera vez que lo veíamos reír. Los bichitos seguían allí, danzando en
círculos, suspendidos en el aire, destellando su luz que alumbraba la cara más
feliz que jamás vi en un niño, como fue la “del Ítalo” aquella noche que
iluminamos su alma con los bichitos de luz.
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Categoría cuentos - Mención
Título: "Detrás de la cortina"
Autor: Alberto Tarigo - Punta del este
Una brisa cálida y pegajosa penetra por la
ventana entreabierta, donde el sol choca de pleno. La veneciana hace
movimientos parejos y golpea cadenciosamente contra la pared, dejando una
huella apenas marcada. Desde este segundo piso escucho estampidos de motos y
chirridos de frenos. Sin embargo, hoy debe ser domingo porque el crujido del
tráfico es más pausado. El ambiente de esta habitación se torna asfixiante,
irrespirable. Un reguero caliente de sudor me corre por la espalda e invita a
la sábana a integrarse a mi cuerpo.
Al
no poder incorporarme, no sé si las piernas están aún formando parte de mí. No
las siento, las adivino quizás, y me invade el horror, pues dicen que aún se notan
los miembros luego de amputados. Por eso no me animo a hacer el esfuerzo de
levantarlas, por miedo a que no estén.
Trato
de girar la cabeza y mi visión se pega a la cortina de tela blanca que separa
mi cama de la de mi compañero de sala. Del otro lado, a veces se oye un quejido
que en la noche se transforma en un gruñido que se cuela en mi sueño. Todavía
no lo he visto. Debe ser un anciano de los que se van pronto para el otro
mundo.
No
recuerdo cuántos días pasaron luego del suceso y la operación. Si hoy es
domingo, entonces hace tal vez más de una semana, porque aquel día era viernes.
Lo
que no puedo olvidar es la cara del chino, transfigurada por la ira, que había
adquirido una extraña coloración anaranjada, con los ojos insólitamente
redondeados, echándome maldiciones en un idioma incomprensible, y la voz de
Atilio diciéndome:
-
Está
enfurecido contigo, hermano.
Ese
viernes habíamos dejado el obrador con el pago de la quincena virgen en el
bolsillo. Atilio insistió en ir a tomar una copa a aquel boliche del Puerto. Al
principio me negué, pero ¿qué tenía que hacer? Nadie me esperaba, no tengo mujer
ni perro. La copa no fue una ni dos. Pasamos bebiendo varias horas, hasta que
se vino la oscuridad y empezaron a entrar los marineros y las mujeres de la
noche. Los tufillos de los recién desembarcados se mezclaban con el perfume
barato. Entonces, el ambiente se hizo pesado. El aire se podía cortar con un
cuchillo.
-
Está
enfurecido contigo, hermano.
Creo
que fue cuando Atilio reclamó algo para comer que se nos acercó el chino (le
digo chino pero bien podría ser coreano o vietnamita). Desde lejos se notaba
que había estado muchos días embarcado y en ese momento le estaba dando duro al
aguardiente. Algo tambaleante y haciéndose el simpático, sacó de un bolso dos
horribles estatuillas (me pareció ver hombres con cabeza de caballo o toro) que
nos ofreció. Maldita la gana que tenía yo de gastar dinero en adornos como esos.
Pero el chino insistía y se puso muy cargoso. Tan cargoso que lo saqué a
empujones.
El
tipo atropelló otra vez. Esgrimía las estatuillas con un gesto amenazante. Nuevo
empujón. Fue en ese momento que se cayeron las figuras y se hicieron añicos contra
el piso.
-
Está
enfurecido contigo, hermano.
Colérico,
se me vino encima gritando en su idioma. Lo único que le entendía era palabras
que yo interpretaba como choto y va mián (no sabía a dónde me mandaba,
aunque lo imaginaba).
El
tema no daba para más, ya era hora de que nos marchásemos, así que pagamos la
cuenta y nos levantamos, dejando al chino juntando los restos. Cuando nos acercábamos a la salida, junto
a una ventana, un viejo con la tez surcada por profundas arrugas y un bigote
amarillento de nicotina, que observaba con ojos vigilantes su vaso, como
siguiendo segundo a segundo cómo se disolvía el hielo en el whisky, me habló al
pasar.
-
¿Entendió
lo que le dijo?
Quedé
mirándolo sin decirle nada. Levantó por un instante la cabeza y percibí algo
extraño en sus ojos. Eran de un rojo intenso, atemorizante, como si no fuesen
de este mundo. El viejo continuó:
-
Le
expresó que usted quebró imágenes de Niú Tóu, un dios con cabeza de buey y de
Ma Mian, otro dios con cabeza de caballo. Representan los guardianes chinos del
infierno. Dijo que de ellos recibirá su venganza, pues lo van a perseguir hasta
aniquilarlo.
Estas
palabras, unidas al alcohol ingerido durante horas, provocaron en nosotros una oleada
de soltura, de distensión, que se tradujo en una sonora risotada. El viejo no
se rió. Volvió a concentrarse en su vaso. Cuando llegué a la puerta,
instintivamente miré hacia atrás para cerciorarme de que el chino no nos seguía.
Sin embargo lo que me sorprendió fue que el viejo junto a la ventana había
desaparecido.
Dejé
a Atilio en una parada de autobuses y me encaminé a cruzar la avenida hacia la
plaza.
Juro
que no vi el taxi. Es decir, cuando lo vi ya lo tenía encima. A pesar del
frenazo, me levantó en el aire. Sentí un terrible dolor en las piernas. Luego
no recuerdo más hasta que desperté en esta cama.
Ahora
ya se hizo la noche. La brisa, que era caliente en la tarde, se torna
empalagosa cuando pasa a través de la reja y de la ventana entreabierta. Una
mujer retira los restos de la cena. La enfermera renueva la ampolla de suero. Alguien
apaga las luces.
A
medianoche, me despierta un resplandor proveniente de la cama vecina. La
atmósfera se ha vuelto opresiva. Pienso que el veterano se descompensó y lo
están atendiendo. Percibo la sombra de una persona detrás de la cortina. Debe
ser el médico. Si puedo, le voy a preguntar sobre mis piernas. Ahora está
hablando con el enfermo. Trato de escuchar. Aguzo el oído. No llego a
comprender lo que están hablando, al parecer, en un idioma extraño.
Entonces
la sombra gira hacia mi lugar.
Se
recorta en la cortina un perfil nítido. Claramente, la cabeza de un caballo.
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